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lunes, 19 de septiembre de 2011

Las vidas sucesivas



         Al invocar las vidas sucesivas con relación a la tesis de una vida única, se está en el centro de un debate metafísico, a menudo considerado como religioso, pero que puede ser también filosófico. Según las versiones teológicas, se ha llegado a la concepción de una vida única sancionada por un juicio divino, por ejemplo el juicio final en la tradición cristiana. Según otras teorías que se remontan a la antigüedad o que persisten en Oriente, la vida es una continuidad reencarnacionista  donde el juicio del alma pasa por la sanción del karma con una relación sistemática de causa a efecto de una vida sobre otra.

        En ambos casos, se está ante un sistema de creencias que no responde a lo que podría esperarse de la justicia divina.
       Desde luego, la idea de peregrinación de las almas es más justa que el principio de una vida única, pero no obstante sigue estando calcada sobre las nociones de justicia humana que recuerdan la ley del talión (“ojo por ojo y diente por diente”), ley de reciprocidad donde toda falta es considerada como una deuda a ser pagada en otra vida, sufriendo exactamente lo que se ha hecho sufrir a otros anteriormente.

El espiritualista no tiene otra elección que optar por una de estas dos ideologías, a no ser que sea panteísta (fusión en el gran todo), o a menos también que imagine soluciones mixtas del género: ciertas almas reencarnan otras no, o algunas de ellas que no tienen ningún mérito acaban por desaparecer (muerte del espíritu).
        Dentro de una concepción filosófica, pues tal es nuestro propósito, necesitamos superar todo lo que respecta a creencias caricaturescas y al mismo tiempo probar que toda idea materialista sobre la nada está obsoleta.


La nada del materialista 

No hay más nada después de la muerte… el espíritu perece con el cuerpo físico… Se puede atacar sistemáticamente esta concepción con una cantidad de argumentos, entre los cuales los principios espíritas que ponen en evidencia muchos fenómenos psíquicos y médiumnicos que dan testimonio de una trascendencia del espíritu, independientemente de las facultades físicas, insuficientes para explicar la vida bajo todas sus formas.

En una visión materialista, el problema metafísico tal y como fue planteado por Jean-Paul Sartre era este: la vida no tiene sentido, el mundo es absurdo entonces, por su propia libertad, el hombre puede dar un sentido a esta vida para volverla menos absurda. Todos los filósofos y científicos materialistas (sobre todo desde Karl Marx) siempre han estado confrontados a esta noción del sentido a dar frente a la aparente absurdidad de las cosas. Al negar una fuerza inteligente y organizadora que subtiende al equilibrio del universo y de la vida, se vuelve a dar sentido entonces a una humanidad entregada a sí misma y que puede tomarse a su cargo dentro de una idea de justicia y libertad; se vuelve a poner al hombre como centro de todo, en la esperanza de que se supere a sí mismo antes de volver a caer, en la hora fatal de su último suspiro, en la nada de la que proviene. Todo el resto es sólo un azar favorable que ha permitido el nacimiento de la vida, una suerte de milagro único que se ha producido sobre la Tierra y en ninguna otra parte…

Esta tesis que se desarrolló sobre todo a partir del siglo XIX, está agonizando en pro de un retorno al espiritualismo, dentro de una interrogante fundamental sobre el origen y el porvenir de una humanidad de la que cada vez más se piensa que no es única en el universo, y que emana necesariamente de una fuerza inteligente indeterminada que nos lleva a volver a plantear la cuestión de Dios.

El espiritualismo

Volvamos ahora a las teorías espiritualistas convertidas en ineludibles: Si una fuerza divina ha creado las entidades espirituales que gozan de una cierta libertad, ¿cómo concebir todas las anomalías aparentes de una humanidad que se desgarra en una búsqueda de identidad de cada individuo, pasando por todos los escollos del egoísmo, el orgullo, el poder y la dominación? Si se asume el concepto cristiano de una vida única después de la cual el espíritu será destinado a una eternidad mal definida luego de un juicio final igualmente mal definido, uno se plantea entonces la pregunta de las desigualdades de todas clases: vidas breves, muertes prematuras, niños muertos de poca edad o al nacer, diferencias extremas en cuanto a inteligencia, capacidad de amar, riqueza, pobreza, guerra, enfermedad, etc. ¿Por qué y cómo en tal diversidad, un juicio post mortem podría decretar a continuación una eternidad para los miles de millones de espíritus que no han tenido las mismas oportunidades ante la injusticia flagrante de la vida a todos los niveles?

Si hay que responder con el misterio diciendo que “los caminos del Señor son impenetrables”, uno ya no puede referirse a la inteligencia y al sentido común con el que la divinidad nos ha dotado. Seríamos capaces de desarrollar el sentido de la razón, el del sentimiento y del amor y, simultáneamente, tendríamos que admitir la absurdidad impenetrable de un “Dios justo” que permite todas las injusticias y “reconoce a los suyos” a la hora del juicio.

Si llevamos casi universalmente en nosotros valores intelectuales y morales compartidos, eso no puede ser
fruto del azar, hay intrínsecamente al final de cada ser humano, aun del más vil, alguna cosa que puede tender
hacia una búsqueda de lo bello, del bien y de lo justo.

¿Cómo conciliar entonces los valores universales del amor y la razón con un Dios de sinrazón que nos daría la
única oportunidad de volvernos alguien en una sola vida, para volvernos a llevar luego a su seno o condenarnos por la eternidad? Dios nos habría dotado de una razón y de unos sentimientos particulares de los que él mismo estaría desprovisto. O habría entonces una lógica humana totalmente alejada de la razón divina, y sin embargo, ¿no se dice que Dios nos ha creado a su imagen? Es partiendo de esta dicotomía teológica, que puede reflejarse Dios a partir de otras nociones, lo que ya hicieron los filósofos de
la antigüedad como Pitágoras o Platón, que consideraban el ciclo de la vida según el principio de la trasmigración de las almas. Su deísmo ya había inventado una justa concepción evolutiva, en un recorrido palingenésico (*) que permite al alma perfeccionarse de vida en vida.
 ( Continúa y finaliza en el siguiente)
(*) Palingenesia: sinónimo de reencarnación en su desarrollo evolutivo



Nadie se eleva sin el esfuerzo máximo de su voluntad, dentro del hábito para las regiones iluminadas de la experiencia
Sin embargo, nadie accede a las múltiples regiones de la experiencia sin los pasaportes adquiridos en las agencias del dolor..
(Libro de Respuestas, Emmanuel, psicografia de Francisco Candido Xavier, CEU)